Mauricio Wiesenthal En mi juventud recorrí, a pie, en tren y en bicicleta, muchos rincones de Europa, y encontré también en esos caminos mi patria, pues lo que nos distingue a los europeos es que vivimos en un continente que tiene dimensiones humanas. A pie se siente la materia del terruño y se ve mejor el detalle. En septiembre decuando Montaigne partió de su castillo para recorrer Suiza, Baviera e Italia, se dejó olvidada en su biblioteca la Cosmografía de Münster, que cualquier otro habría considerado una guía insustituible para el viaje. Disfruta contemplando el reflejo de la tinta dorada en un manuscrito griego de los Hechos de los Apóstoles. Aunque escribo en la mesa de un café y no puedo comprobar mis citas, recuerdo bien las palabras que Montaigne dedica a detalles curiosos, como el estado de las calles de Florencia, pavimentadas con losas sin forma y sin orden, o sus observaciones precisas sobre las vajillas «los alemanes tienen el vicio de beber en vasos demasiado grandes, mientras que aquí —se refiere a Italia— son al contrario demasiado pequeños»o sus juicios sobre los vinos, que entonces se bebían casi siempre mezclados con agua. Y una llanura en las marismas del Arno le permitía evocar lo mismo unos versos de Petrarca que el accidente que costó un ojo a Aníbal cuando atravesaba estos parajes.
Después se pierde en la noche y aunque la noche es muy bella, vaga pidiéndole a Dios, que se lo lleve con ella. Cristo ya nació en Palagüina Carlos Mejía Godoy Cristo ya nació en Palacaguina, de Chepe Pavón y una tal Marihuana, ella va a planchar, muy humildemente, la ropa que goza la madama hermosa del terrateniente. En el emporio de la Iguana, montaña adentro de las Segovias, se vio un resplandor extraño, como una aurora de average noche. Los maizales se perdieron, los quiebra-plata se estremecieron, llovió luz por Moyogalpa, por Telpaneca y por Chichigalpa.
Después de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. Créete que lloras sólo con un ojo. Dolores asentía. No pudiendo ser dichosa se conformaba con hallarse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal. Era aquello la máximo monstruosidad con que emporcaba el boda.