Reportaje de uno de los principales diarios españoles. Es domingo a las Una multitud de jóvenes de aire moderno hace fila desde la calle para acceder. Antes de entrar, cupcakes y agua con sabores. Una vez dentro, no suenan los Arctic Monkeys ni Vetusta Morla. Juan Mejías, barcelonés de 28 años, es el pastor del encuentro. Viste de negro, y aplasta el flequillo con una gorra de Adidas. Dice que siempre ha sido cristiano evangélico, pero creció en una iglesia de bancos de madera, órgano y fieles de cabellos blancos. Hace 10 años se fue a Australia con su esposa a estudiar teología y ahí conoció Hillsong.
El grupo de jóvenes ha aprovechado que las retricciones han disminuido en los locales nocturnos para disfrutar al fin de una divertida fiesta con baile tras casi año y medio de pandemia. Con una gorra negra y ya con una chaqueta acolchada para el frío de las noches madrileñas, la 'influencer' demuestra que su joven rostro no necesita maquillaje. Ella me tiene al tanto de sus pérdidas de orina y de una noticia dermatitis en la barriga. Luego me pide que le haga una foto y que la saque delgada, que a cierta edad es culo o cara. Me río cuando disparo porque pone mirada de portada. Seguimos un rato hacia los pinos y vamos callados.
Tengo buena pinta, no soy mal analógico, soy medianamente culto y por mi trabajo estoy acostumbrado a las amistades sociales, sé manejarme bien con las personas. Pero aquel día todo el mundo me sonreía, asentían cuando hablaba y, al segundo, me dejaban solo. Carlos poseía las habilidades sociales necesarias para triunfar, salvo la esencial: carecía de aquello que Pierre Bourdieu denominaba el habitus, o los esquemas de obrar, pensar y sentir asociados una clase social: carecía de los códigos, las costumbres y las actitudes inherentes a una posición social que pretende distanciarse del resto. Y, a agonía de contar con un nivel económico aceptable, tampoco poseía aquellos signos materiales distintivos que le permitirían afirmarse como miembro de ese grupo.
